Sobre la virtud de la “prudencia”, San Agustín nos dice: «La prudencia es un amor que elige con sagacidad», mientras que Santo Tomás tiene una definición que es más concreta e iluminadora: «La prudencia es una virtud que se refiere a los medios y nos dice cómo debemos hacer lo que debemos hacer». Para Santo Tomás, lo que se debe hacer se debe hacer. La prudencia es sólo la amorosa reflexión para encontrar los mejores modos de hacerlo. No la virtud que dice: «No comas esa fruta», sino la que nos dice: «Antes de comerla piensa si está ya madura, porque si la comes demasiado pronto estará ácida y porque si, por vacilaciones o miedos, la dejas más tiempo del justo sin comerla la comerás cuando ya esté podrida». No es la virtud que nos dice: «Cállate, no digas la verdad», sino la que nos invita a decir la verdad, de tal manera que no hagamos daño ni a la misma verdad ni a quienes la escuchan.

Suele decirse que hay verdades que no deben ser dichas. Sin embargo, toda verdad puede y debe ser dicha. Siempre que, por amor a la propia verdad, se diga dónde, cuándo y cómo debe decirse. Y no es prudente el que se calla la verdad. Es prudente el que reflexiona con seriedad sobre el modo y la ocasión de decirla.

La prudencia no es, entonces, una forma defensiva del egoísmo que me evita problemas e incomprensiones. La prudencia es un amor que elige, un amor a la propia verdad o a la propia acción que emprendemos. Y se cuida lo que se ama.